Dicen los que saben que las democracias asentadas y modernas llegan a un
punto en el que tienden a la autodestrucción. Es la sociedad ociosa
y autosatisfecha que crece en el interior de las democracias
evolucionadas que son tan sólidas y predecibles, tan económicamente
prósperas, que todos piensan que funcionan solas. Y lo que es peor,
los nacidos en ellas, los nietos de los que asentaron el sistema
democrático, que no saben, ni de oídas, lo que supone traer la
libertad y la igualdad a una comunidad, son quienes la cuestionan y
erosionan día tras días subidos a los hombros de los derechos y la
seguridad de sistemas políticos estables. Qué frágil es la memoria
y que fácil ser revolucionario en el bienestar. La democracia genera
mucha inteligencia excedentaria y desocupada.
Un signo evidente de esa erosión, es el regreso a los gremios. Hoy los
gremios feudales se visten de “colectivos” y de vindicaciones de
“grupo”. La democracia se asienta en el despojamiento de toda
condición personal que nos distinga unos de otros. La grandeza de la
democracia está en la igualdad, que es negar en política la
diferencia. Todos somos iguales en nuestra condición de seres
humanos. Esta afirmación, esencial a la democracia, exige despojarse
de todo rasgo que nos distinga. Todos somos iguales porque se niega
relevancia “política” a toda diferencia. Somos iguales porque lo
que nos iguala es nuestra pertenencia a la comunidad política y
nuestro compromiso en su destino. Somos iguales en nuestro pertenecer
a la “res publica”, a la “cosa común” que a todos nos
afecta. Para pertenecer a la “res publica” lo relevante es ser
persona, eso nos hace ciudadanos, no ser mujer, discapacitado o
negro; es ser humano. Nada más (y nada menos).
La grandeza y el poder de esta idea se debilita desde el momento en el
que lo que nos hace sujetos políticamente relevantes es precisamente
lo que nos distingue. Lo que nos otorga derechos y deberes es nuestra
condición de ciudadanos, de seres humanos racionales. Los problemas
empiezan cuando invertimos ese axioma y lo que nos hace ciudadanos es
precisamente lo que nos hace diferentes: ser homosexual, ser
asiático, de una minoría lingüística o vegano. Entonces se
empieza a legislar no para todos sino para los diferentes, la
representación deja de ser del conjunto para repartirse por cupos
porque se quiere representar las diferencias, y finalmente se
disuelve la idea de comunidad política, de “res publica”, para
convertirnos en una sociedad de socorros mutuos “multicultural”.
Aceptar la diferencia como criterio de lo políticamente relevante
explica que la gestión de lo común, de la “res publica”, se
entienda como un sistema de satisfacción de las expectativas de los
diferentes y de la diferencia. Este modelo no deja espacio a lo que
nos hace iguales y no distintos porque todas las energías se
requieren y agotan en la inagotable necesidad de satisfacer las
exigencias de la diferencia. En fin, es el regreso a las sociedades
gremiales y sectarias. En fin, el regreso a la Edad Media. De ahí,
acabar en el neo-feudalismo, es un tris.
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Ignacio Villaverde
Catedrático de Derecho Constitucional. UNIVERSIDAD DE OVIEU
Publicado en su sección LA RADULA del periódico EL COMERCIO de Asturies
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